jueves, 26 de diciembre de 2013

DOLOR FÍSICO Y DOLOR EMOCIONAL (I): ESTRÉS Y DOLOR CRONICO

Dentro de la tradición médica occidental se asume que el dolor es un síntoma, es decir, una señal que indica que se ha producido un daño en el organismo. Así el dolor queda reducido a ser una simple consecuencia de una patología subyacente.

Esta característica supone al dolor un valor evidentemente adaptativo, un mecanismo de alarma que sirve para informar de un proceso patológico que, de otra forma, podría ser ignorado por el organismo y resultar en un daño grave o incluso la muerte (tal y como ocurre con las personas que sufren insensibilidad congénita al dolor). Es decir, el dolor es una sensación más, y por tanto su abordaje se encuadra dentro de una perspectiva fisicalista, donde la sensación dolorosa está causada por una estimulación en un receptor específico (nocioceptivo) y es directamente proporcional a la cantidad de estimulación (nociva).


Dentro de los diferentes modelos psicológicos del dolor, el modelo de Melzak y Casey (1968) permite un abordaje más comprensivo de este problema, al concebir el dolor como una experiencia multidimensional. Esto supone la subdivisión del dolor en tres dimensiones interrelacionadas:
  • La dimensión sensorial/discriminativa se corresponde puntualmente con la perspectiva biomédica tradicional en el sentido de que depende de los mecanismos anatómicos y fisiológicos relacionados con la sensación dolorosa. Así esta dimensión se encarga de la transmisión de la estimulación desde el lugar de la alteración hacia los centros superiores, informando de los parámetros de localización, intensidad, duración, etc.
  • La dimensión motivacional/afectiva se refiere a la cualificación subjetiva del dolor, y principalmente de aspectos tales como su definición como aversivo y desagradable, y por tanto algo que es necesario evitar.
  • La dimensión cognitivo/evaluativa está estrechamente relacionada con la anterior e integra la experiencia de dolor a nivel cortical, lo que implica tanto a la experiencia anterior del sujeto, el contexto en que ésta se produce, y distintas variables cognitivas como percepción de control y la expectativa de las consecuencias que para el individuo va a representar la experiencia de dolor.
Este proceso de reconceptualización y redefinición de lo que es el dolor se refleja en el trabajo de la IASP (International Association for the Study of Pain) que en 1973 define el dolor como “una experiencia sensorial y emocional displacentera, asociada al daño del tejido, real o potencial, o descrita en términos de tal daño”.

Estas aportaciones abren el campo del dolor a la investigación e intervención desde la Psicología. Si el dolor ya no es (no puede ser) entendido como una simple sensación, sino como un proceso constructivo donde la persona, el individuo con dolor, juega un papel central y activo, entonces la determinación de las variables psicológicas implicadas en este proceso de reconstrucción será importante en la medida en que nos ayude a su comprensión y abordaje terapéutico desde un modelo mutidisciplinar.

El DSM reconoce la existencia de covariación entre trastornos emocionales y dolor, bien en su origen, mantenimiento o exacerbación. No obstante, de acuerdo con sus objetivos descriptivos, no clarifica en qué medida estos problemas emocionales (ansiedad, depresión e ira) y psicosociales causan/afectan al dolor o a su tratamiento. De aquí que se hace necesaria una mayor profundización en el problema.

Por ejemplo, sabemos que el estado de ansiedad o las situaciones de estrés juegan un doble papel respecto al dolor: bien predisponiendo a episodios de dolor frecuentes, o bien empeorando los síntomas de dolor preexistentes. Además los episodios estresantes pueden disminuir el umbral de tolerancia al dolor al afectar a su dimensión afectiva. Por tanto, si asumimos que una condición de dolor crónico puede conceptualizarse como una situación de estrés crónico, y que los intentos de los sujetos para superar/escapar de esta situación pueden contemplarse como estrategias de afrontamiento, entonces es lícito aplicar el modelo transaccional del estrés al campo del dolor.

Hasta aquí hablamos de la ansiedad y el estrés como desencadenantes o agravantes del dolor, pero a su vez ésta es una relación más compleja, ya que el propio dolor puede convertirse en un estímulo estresante que vuelve a iniciar la cadena, entrando en un círculo vicioso de ansiedad-dolor-ansiedad-dolor.

Centrándonos ahora en la dimensión más fisiológica, el estado de ansiedad se ha relacionado tradicionalmente con el dolor agudo, y los estados depresivos con el dolor crónico. Así ante un dolor agudo se produce una respuesta de activación simpática, característica también de la respuesta de estrés y los estados de ansiedad, con aumento de la tasa cardíaca, de la tensión arterial, mayor consumo de glucógeno y un incremento en la secreción de epinefrina y norepinefrina, lo que nos lleva a una nueva interacción. Si la ansiedad produce un aumento en la activación simpática, esto va a aumentar el dolor mediante el círculo vicioso de dolor-ansiedad-tensión muscular. Es decir, la ansiedad va a producir un aumento en la tensión muscular, y esto producirá un aumento de dolor, lo que a su vez incrementará la ansiedad, y así sucesivamente.

Pero siguiendo con los modelos multidimensionales del dolor aún podemos incluir otro elemento. Diversos autores han enfatizado una posible explicación de la relación entre ansiedad y dolor a través de un mecanismo atencional. Existe una fuerte evidencia que sugiere que los pacientes de dolor crónico exhiben un sesgo en el recuerdo de estímulos relacionados con el dolor, y además que la información ambigua es procesada como relacionada con el dolor. Así los pacientes de dolor crónico se caracterizan por un sesgo atencional selectivo hacia señales temáticamente relacionadas con la expresión sensorial y afectiva del dolor. La atención sobre el dolor conduce a un incremento de éste, es decir, la implicación de sesgos atencionales relacionados con el dolor se traducirá en un rango incrementado de monitorización de sensaciones denominado hipervigilancia, y un incremento de la intensidad del dolor.

Pero para complicar aún más el escenario introduzcamos un nuevo factor. Una variable relevante que explica las diferencias en tolerancia al dolor podría ser la presencia de autoverbalizaciones de tipo catastrofista. La catastrofización ha sido definida como una orientación negativa exagerada hacia estímulos de dolor y la experiencia de dolor. Los pensamientos catastrofistas están relacionados con la dimensión afectiva del dolor, afecto depresivo y estado de ansiedad. Sullivan et al., (1995) han sugerido que la catastrofización puede a su vez subdividirse en tres componentes relacionados: rumiación (“No puedo parar de pensar acerca de cuánto duele”) magnificación (“Me preocupo porque esto quiere decir que algo serio puede ocurrirme”) e indefensión (“No hay nada que pueda hacer para reducir la intensidad del dolor”). Este autor ha encontrado que altas puntuaciones en catastrofización estaban asociadas a mayor intensidad de dolor, niveles más altos de discapacidad y mayor probabilidad de desempleo. El factor de rumiación fue el componente de la catastrofización que se asociaba más fuertemente a discapacidad.

Hemos visto que el dolor crónico puede conceptualizarse como un estresor ante el cual los individuos muestran diversas adaptaciones, desde una pequeña alteración en las rutinas cotidianas a la total incapacidad. Los modelos de estrés y afrontamiento predicen que el ajuste dependerá: a) de las valoraciones cognitivas de la experiencia de dolor, y b) de las estrategias de coping cognitivas y conductuales empleadas para manejar el dolor. Lazarus y Folkman, (1984) definen el afrontamiento como un proceso que está tanto determinado como alterado por valoraciones de control, es decir, por la creencia del individuo sobre su capacidad y recursos para manejar el dolor. Una extensa literatura documenta el impacto de la valoración de control sobre el ajuste emocional y conductual al dolor crónico. La percepción de control sobre el dolor predice menor nivel de dolor y discapacidad, menos conductas de dolor y mayor bienestar psicológico.

Además dentro del afrontamiento es clásico distinguir entre estrategias de coping activas y pasivas. Las estrategias activas suponen un intento del paciente de tratar el dolor empleando sus propios recursos, y las estrategias pasivas se caracterizan por indefensión y/o abandono en otros. En cualquier caso la distinción clave en la definición de estrategias de afrontamiento activas y pasivas es la medida en la que el paciente depende de recursos internos o externos para controlar el dolor. No obstante esta separación no está tan clara. Algunas estrategias como tomar la medicación pueden ser pasivas a causa de que el paciente está relegando en fuerzas externas, pero también pueden ser activas debido a que está cumpliendo con su tratamiento.

Pero demos un paso más. Algunos estudios sugieren que las valoraciones de control y las estrategias de coping pueden estar influenciadas por una tercera variable: la severidad del dolor. El hecho de  que las estrategias de afrontamiento sean eficaces sólo a ciertos niveles de dolor continúa siendo un área importante de investigación. Por ejemplo, Haythornthwaite (1998) encontró que las autoafirmaciones de afrontamiento y la reinterpretación de las sensaciones dolorosas predicen una mayor percepción de control sobre el dolor con niveles altos de dolor, mientras que ignorar las sensaciones dolorosas predice percepciones de control más bajas. Ignorar las sensaciones dolorosas se ha pensado típicamente que es una estrategia adaptativa y de hecho es la más empleada. Los resultados sugieren, por el contrario, que al ignorar las sensaciones dolorosas los individuos experimentan una pérdida de control percibido sobre su dolor. Puede ser que ignorar las sensaciones dolorosas sea incompatible con controlar las sensaciones dolorosas. Por ejemplo, los individuos con elevada focalización sobre el dolor o que catastrofizan son incapaces de hacer un uso efectivo de las estrategias de distracción para reducir niveles elevados de dolor. En la misma línea los sujetos con baja intensidad de dolor es posible que encuentren la distracción beneficiosa, y por el contrario los individuos con alta intensidad de dolor crónico es probable que no se beneficien de las estrategias distractoras.

En esta línea Blalock investiga la flexibilidad de afrontamiento a través de varias áreas problemáticas relacionadas con el dolor en pacientes de artritis reumatoide. Definiendo la flexibilidad de coping como la capacidad individual para cambiar de estrategia cuando una no tiene éxito, encontraron que los pacientes que informaban emplear una gran diversidad de estrategias de afrontamiento hacia las áreas evaluadas mostraban un mejor ajuste psicológico. De nuevo dos estrategias activas, autoafirmaciones de coping y reinterpretación de las sensaciones dolorosas fueron predictivas de un mayor control percibido y de mejor ajuste. Estos efectos aparecen tras controlar la severidad del dolor, que mostraba una asociación muy fuerte con las creencias de control.

La interacción control/severidad del dolor podría explicar por qué creencias pronunciadas de control o autoeficacia no necesariamente resultan en un afrontamiento efectivo. Diversas investigaciones han encontrado que si la percepción de control de la persona es elevada y la intensidad del dolor es moderada o baja entonces el nivel de actividad cotidiana resulta escasamente afectado. Los pacientes afrontan adaptativamente su dolor. Sin embargo si la percepción de control es alta y la intensidad de dolor es muy elevada los niveles de actividad del sujeto caen, probablemente porque sus expectativas de control no son efectivas para esa intensidad de dolor, y podemos entonces hablar de indefensión y/o depresión.

Por ejemplo, es plausible asumir que un locus de control altamente interno esté asociado con mayores intentos activos de corregir problemas potenciales, sin embargo este patrón de coping puede conducir a sentimientos de indefensión y desesperanza, especialmente cuando el individuo es confrontado con problemas irreversibles. En este contexto Janoff-Bulman y Brickman (1982) hablan de una patología de altas expectativas. El ideal libre de dolor ilustra este punto de vista: la validez de esta creencia como una meta personal (y terapéutica) se hace más y más cuestionable a medida que se incrementa la duración del dolor y éste llega a hacerse crónico, y los recursos activos disponibles para el paciente se agotan sin lograr alterar substancialmente el dolor.

En este mismo sentido McCracken señala que un 82% de los pacientes tratados continúa sufriendo de dolor a los dos años de seguimiento. En muchos casos los pacientes participan activamente en la búsqueda de soluciones para reducir su dolor. Esta búsqueda en ocasiones toma formas extremas y se reconoce como un rasgo central de la experiencia de dolor crónico. Sin embargo la evitación del dolor es una respuesta ineficaz cuando el dolor es crónico. A  menudo conduce a deterioro físico, mantiene altas expectativas no realistas sobre el dolor y se ha mostrado como un predictor de la depresión y discapacidad en personas con dolor crónico. Muchos pacientes mantienen sus intentos de evitar el dolor a pesar de que esta estrategia de hecho no produjo una reducción del dolor cuando se usó en el pasado. De hecho tales esfuerzos pueden producir justo lo contrario de lo que persiguen, dejando a los pacientes con un dolor más persistente. Parece lógico que los pacientes consigan un mejor ajuste al dolor si reducen su evitación aceptándolo, y dirigiendo sus esfuerzos hacia metas que puedan conseguir.

Abandonar los intentos de evitar una experiencia aversiva puede en principio parecer desadaptativo. Sin embargo Rothbaum sugiere que cuando las formas habituales de control instrumental sobre un evento aversivo son ineficaces los individuos pueden esforzarse por comprender y aceptar el evento, y cuando esto ocurre experimentan menos consecuencias negativas emocionales. Arntz y Schmidt concluyen que el control percibido sobre el dolor tiene efectos positivos, y añaden que la clase de control que puede conseguirse primero requiere la aceptación por el paciente de que, efectivamente, tiene dolor.


Resumiendo, la investigación sobre el dolor es un área donde la multidimensionalidad y la complejidad de los factores implicados permite a la Psicología, y especialmente a la Psicología de la Salud, una investigación rica y fructífera tanto en la determinación de los procesos como en la construcción de programas de intervención útiles y aplicados para este problema, no obstante aún queda mucho trabajo por hacer en este campo. Con este breve repaso a la problemática del dolor esperamos haber conseguido un doble objetivo: por un lado aumentar nuestra comprensión sobre un trastorno que afecta duramente a muchas personas, y por otro indicar las múltiples líneas de investigación que permanecen abiertas a la espera de nuevas aportaciones esclarecedoras.

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