Dentro de la
tradición médica occidental se asume que el dolor es un síntoma, es decir, una señal que indica que se ha producido un daño
en el organismo. Así el dolor queda reducido a ser una simple consecuencia de
una patología subyacente.
Esta
característica supone al dolor un valor evidentemente adaptativo, un mecanismo de alarma que sirve para informar de un
proceso patológico que, de otra forma, podría ser ignorado por el organismo y
resultar en un daño grave o incluso la muerte (tal y como ocurre con las
personas que sufren insensibilidad congénita al dolor). Es decir, el dolor es
una sensación más, y por tanto su abordaje se encuadra dentro de una
perspectiva fisicalista, donde la sensación dolorosa está causada por una
estimulación en un receptor específico (nocioceptivo) y es directamente
proporcional a la cantidad de estimulación (nociva).
Dentro de
los diferentes modelos psicológicos del dolor, el modelo de Melzak y Casey
(1968) permite un abordaje más comprensivo de este problema, al concebir el
dolor como una experiencia multidimensional.
Esto supone la subdivisión del dolor en tres dimensiones interrelacionadas:
- La dimensión sensorial/discriminativa se corresponde puntualmente con la perspectiva biomédica tradicional en el sentido de que depende de los mecanismos anatómicos y fisiológicos relacionados con la sensación dolorosa. Así esta dimensión se encarga de la transmisión de la estimulación desde el lugar de la alteración hacia los centros superiores, informando de los parámetros de localización, intensidad, duración, etc.
- La dimensión motivacional/afectiva se refiere a la cualificación subjetiva del dolor, y principalmente de aspectos tales como su definición como aversivo y desagradable, y por tanto algo que es necesario evitar.
- La dimensión cognitivo/evaluativa está estrechamente relacionada con la anterior e integra la experiencia de dolor a nivel cortical, lo que implica tanto a la experiencia anterior del sujeto, el contexto en que ésta se produce, y distintas variables cognitivas como percepción de control y la expectativa de las consecuencias que para el individuo va a representar la experiencia de dolor.
Este proceso
de reconceptualización y redefinición de lo que es el dolor se refleja en el
trabajo de la IASP (International Association for the Study of Pain) que en
1973 define el dolor como “una
experiencia sensorial y emocional displacentera, asociada al daño del tejido,
real o potencial, o descrita en términos de tal daño”.
Estas
aportaciones abren el campo del dolor a la investigación e intervención desde
la Psicología. Si el dolor ya no es (no puede ser) entendido como una simple
sensación, sino como un proceso constructivo donde la persona, el individuo con
dolor, juega un papel central y activo, entonces la determinación de las
variables psicológicas implicadas en este proceso de reconstrucción será
importante en la medida en que nos ayude a su comprensión y abordaje
terapéutico desde un modelo mutidisciplinar.
El DSM reconoce
la existencia de covariación entre trastornos emocionales y dolor, bien en su
origen, mantenimiento o exacerbación. No obstante, de acuerdo con sus objetivos
descriptivos, no clarifica en qué medida estos problemas emocionales (ansiedad,
depresión e ira) y psicosociales causan/afectan al dolor o a su tratamiento. De
aquí que se hace necesaria una mayor profundización en el problema.
Por ejemplo,
sabemos que el estado de ansiedad o las situaciones de estrés juegan un doble
papel respecto al dolor: bien predisponiendo a episodios de dolor frecuentes, o
bien empeorando los síntomas de dolor preexistentes. Además los episodios estresantes pueden disminuir
el umbral de tolerancia al dolor al afectar a su dimensión afectiva. Por tanto,
si asumimos que una condición de dolor crónico puede conceptualizarse como una
situación de estrés crónico, y que los intentos de los sujetos para
superar/escapar de esta situación pueden contemplarse como estrategias de
afrontamiento, entonces es lícito aplicar el modelo transaccional del estrés al campo del dolor.
Hasta aquí
hablamos de la ansiedad y el estrés como desencadenantes o agravantes del dolor,
pero a su vez ésta es una relación más compleja, ya que el propio dolor puede
convertirse en un estímulo estresante que vuelve a iniciar la cadena, entrando
en un círculo vicioso de ansiedad-dolor-ansiedad-dolor.
Centrándonos
ahora en la dimensión más fisiológica, el estado de ansiedad se ha relacionado
tradicionalmente con el dolor agudo, y los estados depresivos con el dolor
crónico. Así ante un dolor agudo se produce una respuesta de activación simpática, característica
también de la respuesta de estrés y los estados de ansiedad, con aumento de la
tasa cardíaca, de la tensión arterial, mayor consumo de glucógeno y un
incremento en la secreción de epinefrina y norepinefrina, lo que nos lleva a
una nueva interacción. Si la ansiedad produce un aumento en la activación
simpática, esto va a aumentar el dolor mediante el círculo vicioso de
dolor-ansiedad-tensión muscular. Es decir, la ansiedad va a producir un aumento
en la tensión muscular, y esto producirá un aumento de dolor, lo que a su vez
incrementará la ansiedad, y así sucesivamente.
Pero
siguiendo con los modelos multidimensionales del dolor aún podemos incluir otro
elemento. Diversos autores han enfatizado una posible explicación de la
relación entre ansiedad y dolor a través de un mecanismo atencional. Existe una fuerte evidencia que sugiere que
los pacientes de dolor crónico exhiben un sesgo en el recuerdo de estímulos
relacionados con el dolor, y además que la información ambigua es procesada
como relacionada con el dolor. Así los pacientes de dolor crónico se
caracterizan por un sesgo atencional
selectivo hacia señales temáticamente relacionadas con la expresión
sensorial y afectiva del dolor. La atención sobre el dolor conduce a un
incremento de éste, es decir, la implicación de sesgos atencionales
relacionados con el dolor se traducirá en un rango incrementado de
monitorización de sensaciones denominado hipervigilancia,
y un incremento de la intensidad del dolor.
Pero para
complicar aún más el escenario introduzcamos un nuevo factor. Una variable relevante que explica las diferencias
en tolerancia al dolor podría ser la presencia de autoverbalizaciones de tipo catastrofista. La catastrofización ha
sido definida como una orientación negativa exagerada hacia estímulos de dolor
y la experiencia de dolor. Los pensamientos catastrofistas están relacionados
con la dimensión afectiva del dolor, afecto depresivo y estado de ansiedad.
Sullivan et al., (1995) han sugerido que la catastrofización puede a su vez
subdividirse en tres componentes relacionados: rumiación (“No puedo parar de pensar
acerca de cuánto duele”) magnificación (“Me preocupo porque esto quiere decir
que algo serio puede ocurrirme”) e indefensión (“No hay nada que pueda hacer
para reducir la intensidad del dolor”). Este autor ha encontrado que altas
puntuaciones en catastrofización estaban asociadas a mayor intensidad de dolor,
niveles más altos de discapacidad y mayor probabilidad de desempleo. El factor
de rumiación fue el componente de la
catastrofización que se asociaba más fuertemente a discapacidad.
Hemos visto
que el dolor crónico puede conceptualizarse como un estresor ante el cual los
individuos muestran diversas adaptaciones, desde una pequeña alteración en las
rutinas cotidianas a la total incapacidad. Los modelos de estrés y
afrontamiento predicen que el ajuste dependerá: a) de las valoraciones
cognitivas de la experiencia de dolor, y b) de las estrategias de coping
cognitivas y conductuales empleadas para manejar el dolor. Lazarus y Folkman,
(1984) definen el afrontamiento como un proceso que está tanto determinado como
alterado por valoraciones de control, es decir, por la creencia del individuo
sobre su capacidad y recursos para manejar el dolor. Una extensa literatura
documenta el impacto de la valoración de control sobre el ajuste emocional y
conductual al dolor crónico. La percepción de control sobre el dolor predice
menor nivel de dolor y discapacidad, menos conductas de dolor y mayor bienestar
psicológico.
Además
dentro del afrontamiento es clásico distinguir entre estrategias de coping
activas y pasivas. Las estrategias activas suponen un intento del paciente de
tratar el dolor empleando sus propios recursos, y las estrategias pasivas se
caracterizan por indefensión y/o abandono en otros. En cualquier caso la
distinción clave en la definición de estrategias de afrontamiento activas y
pasivas es la medida en la que el paciente depende de recursos internos o
externos para controlar el dolor. No obstante esta separación no está tan
clara. Algunas estrategias como tomar la medicación pueden ser pasivas a causa
de que el paciente está relegando en fuerzas externas, pero también pueden ser
activas debido a que está cumpliendo con su tratamiento.
Pero demos
un paso más. Algunos estudios sugieren que las valoraciones de control y las
estrategias de coping pueden estar influenciadas por una tercera variable: la severidad del dolor. El hecho de que las estrategias de afrontamiento sean eficaces sólo a ciertos niveles de dolor continúa siendo un área importante
de investigación. Por ejemplo, Haythornthwaite (1998) encontró que las autoafirmaciones de afrontamiento y la
reinterpretación de las sensaciones dolorosas predicen una mayor percepción
de control sobre el dolor con niveles altos de dolor, mientras que ignorar las
sensaciones dolorosas predice percepciones de control más bajas. Ignorar las sensaciones dolorosas se ha
pensado típicamente que es una estrategia adaptativa y de hecho es la más
empleada. Los resultados sugieren, por el contrario, que al ignorar las
sensaciones dolorosas los individuos experimentan una pérdida de control
percibido sobre su dolor. Puede ser que ignorar las sensaciones dolorosas sea
incompatible con controlar las sensaciones dolorosas. Por ejemplo, los individuos con elevada focalización sobre el dolor
o que catastrofizan son incapaces de hacer un uso efectivo de las estrategias
de distracción para reducir niveles elevados de dolor. En la misma línea los sujetos con baja intensidad de dolor es
posible que encuentren la distracción beneficiosa, y por el contrario los
individuos con alta intensidad de dolor crónico es probable que no se
beneficien de las estrategias distractoras.
En esta
línea Blalock investiga la flexibilidad
de afrontamiento a través de varias áreas problemáticas relacionadas con el
dolor en pacientes de artritis reumatoide. Definiendo la flexibilidad de coping
como la capacidad individual para cambiar de estrategia cuando una no tiene
éxito, encontraron que los pacientes que informaban emplear una gran diversidad
de estrategias de afrontamiento hacia las áreas evaluadas mostraban un mejor
ajuste psicológico. De nuevo dos estrategias activas, autoafirmaciones de
coping y reinterpretación de las sensaciones dolorosas fueron predictivas de un
mayor control percibido y de mejor ajuste. Estos efectos aparecen tras
controlar la severidad del dolor, que mostraba una asociación muy fuerte con
las creencias de control.
La
interacción control/severidad del dolor podría explicar por qué creencias
pronunciadas de control o autoeficacia no necesariamente resultan en un
afrontamiento efectivo. Diversas investigaciones han encontrado que si la
percepción de control de la persona es elevada y la intensidad del dolor es
moderada o baja entonces el nivel de actividad cotidiana resulta escasamente
afectado. Los pacientes afrontan adaptativamente su dolor. Sin embargo si la
percepción de control es alta y la intensidad de dolor es muy elevada los
niveles de actividad del sujeto caen, probablemente porque sus expectativas de
control no son efectivas para esa intensidad de dolor, y podemos entonces
hablar de indefensión y/o depresión.
Por ejemplo,
es plausible asumir que un locus de control altamente interno esté asociado con
mayores intentos activos de corregir problemas potenciales, sin embargo este
patrón de coping puede conducir a sentimientos de indefensión y desesperanza,
especialmente cuando el individuo es confrontado con problemas irreversibles.
En este contexto Janoff-Bulman y Brickman (1982) hablan de una patología de altas expectativas. El
ideal libre de dolor ilustra este punto de vista: la validez de esta creencia
como una meta personal (y terapéutica) se hace más y más cuestionable a medida
que se incrementa la duración del dolor y éste llega a hacerse crónico, y los
recursos activos disponibles para el paciente se agotan sin lograr alterar
substancialmente el dolor.
En este
mismo sentido McCracken señala que un 82% de los pacientes tratados continúa
sufriendo de dolor a los dos años de seguimiento. En muchos casos los pacientes
participan activamente en la búsqueda de soluciones para reducir su dolor. Esta
búsqueda en ocasiones toma formas extremas y se reconoce como un rasgo central
de la experiencia de dolor crónico. Sin embargo la evitación del dolor es una respuesta ineficaz cuando el dolor es
crónico. A menudo conduce a deterioro
físico, mantiene altas expectativas no realistas sobre el dolor y se ha
mostrado como un predictor de la depresión y discapacidad en personas con dolor
crónico. Muchos pacientes mantienen sus intentos de evitar el dolor a pesar de
que esta estrategia de hecho no produjo una reducción del dolor cuando se usó
en el pasado. De hecho tales esfuerzos pueden producir justo lo contrario de lo
que persiguen, dejando a los pacientes con un dolor más persistente. Parece
lógico que los pacientes consigan un mejor ajuste al dolor si reducen su
evitación aceptándolo, y dirigiendo
sus esfuerzos hacia metas que puedan conseguir.
Abandonar
los intentos de evitar una experiencia aversiva puede en principio parecer
desadaptativo. Sin embargo Rothbaum sugiere que cuando las formas habituales de
control instrumental sobre un evento aversivo son ineficaces los individuos
pueden esforzarse por comprender y aceptar el evento, y cuando esto ocurre
experimentan menos consecuencias negativas emocionales. Arntz y Schmidt
concluyen que el control percibido sobre el dolor tiene efectos positivos, y
añaden que la clase de control que puede conseguirse primero requiere la aceptación
por el paciente de que, efectivamente, tiene dolor.
Resumiendo,
la investigación sobre el dolor es un área donde la multidimensionalidad y la
complejidad de los factores implicados permite a la Psicología, y especialmente
a la Psicología de la Salud, una investigación rica y fructífera tanto en la
determinación de los procesos como en la construcción de programas de
intervención útiles y aplicados para este problema, no obstante aún queda mucho
trabajo por hacer en este campo. Con este breve repaso a la problemática del
dolor esperamos haber conseguido un doble objetivo: por un lado aumentar
nuestra comprensión sobre un trastorno que afecta duramente a muchas personas,
y por otro indicar las múltiples líneas de investigación que permanecen
abiertas a la espera de nuevas aportaciones esclarecedoras.
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